ALGUNAS HISTORIAS ACERCA DEL ARTE POPULAR
Napoleón Pisani Pardi
Desde
hace más de cuarenta años que nos venimos ocupando de los artistas
populares del país. Durante ese tiempo le hemos organizado exposiciones,
tanto colectivas como individuales, hemos dado charlas acerca de sus
vidas, de sus obras; los hemos entrevistado, fotografiado y, asimismo,
debidamente respetados y valorados. No hemos comerciado con su arte, y
nunca pedimos un “cuadrito”, una “tallita”, una “vasijita” de arcilla, o
cualquier otra “cosita”, a cambio de publicarles artículos en algún
medio escrito.
Foto tomada del libro Las Estatuas de Bolívar en el Mundo,
de Rafael Pineda.
de Rafael Pineda.
Nosotros
tuvimos una magnífica colección de arte popular, y cada pieza de esa
colección fue pagada totalmente al instante de adquirirla. Todas esas
obras, como muchísimas otras cosas más, invalorables e irrecuperables,
imposible de medir con instrumentos convencionales, se perdieron, se
desmoronaron, no existen…
Bien,
decíamos que desde hace mucho tiempo nos hemos ocupado del arte
popular. Y por primera vez, en 1967, revelamos públicamente esa
predilección hacia las creaciones de nuestros artistas del común, cuando
organizamos una colectiva de sus obras en la Biblioteca José María
Vargas en Macuto.
Pedro
Nolasco Cova, Víctor y Carmen Millán, Gámez, Esteban Mendoza, Feliciano
Carvallo, Juanita Reverón, y otros creadores más, participaron en
aquella exposición de Artistas Populares del Litoral Central, donde se
contó con la ayuda de la Ingeniería Municipal de Macuto, quien
acondicionó el salón de la parte alta de la biblioteca, para que se
pudiera exhibir, de manera adecuada, las obras de los artistas. También
la Cámara de Comercio colaboró, de manera importante, con ese evento
cultural, pues fue la institución que donó los tres Premios que se le
otorgaron a quienes obtuvieron esas recompensas en aquella colectiva.
El
poeta Pablo Rojas Guardia, Genarino Méndez, Director de la biblioteca, y
quien esto escribe, fuimos los integrantes del Jurado de Calificación
de esa exposición, que luego llevamos a Carayaca, donde la Publicidad
Soto y el Comercio de Carayaca, a nombre del Programa Radial: De la
Playa a la Montaña, nos otorgó un diploma “por su colaboración en la
Exposición de Pintura: Pintores del Departamento Vargas en Carayaca. 1º
de Mayo de 1967”.
¿Juanita Reverón era pintora?
Los
dibujos de Juanita que estaban en la exposición, “fueron hechos como
una diversión”, como lo dijo ella. “Un colombiano que siempre viene a
visitarme, y que es pintor, me dio unos papeles y unos carboncillos para
que yo dibujara. Pero yo no soy pintora, le dije. Bueno, eso yo lo sé,
me contestó, pero eso te va a servir para que te diviertas, y también
para que vendas algunos de esos dibujos…”
Aquellos
dibujos sólo tenían el valor de ser realizados por quien había sido la
extraordinaria compañera de toda la vida de Armando Reverón. Pero
estaban ahí, por invitación nuestra, montados sobre cartón piedra, esos
dibujos, sumamente ingenuos, hechos por la mano de una niña mayor que se
divierte haciendo esas cosas para complacer a un intruso, a un
depredador que se llevó muchos “recuerdos” del Castillete.
Juanita Reverón.
Juanita
no era pintora, ni pretendía serlo, era, sí, una persona que necesitaba
atención por parte del Estado, de los amigos de Armando, de Dios y de
los Santos para protegerla de los “coleccionistas” de objetos de
recuerdo. Ese era el objetivo de su participación en la muestra: Llamar
la atención de las instituciones culturales hacia su persona. Pero no
funcionó, fallamos en eso de la publicidad, y la colectiva fue casi
clandestina. En Carayaca, la exposición suscitó mayor interés que en
Macuto. La radio anunciaba a cada rato la colectiva, y una agrupación
musical amenizó la inauguración del evento. Bailamos y bebimos hasta el
amanecer, y en la mañana nos envolvió la neblina y los aromas de la
naturaleza, y el cansancio nos rindió y nos llevó a dormir en un viejo
sillón, tan húmedo, tan destartalado, tan a punto de romperse, como el
improvisado y precario refugio donde dormimos hasta las once del segundo
día del mes de mayo del año sesenta y siete.
Esa región donde todo es posible
Esa
región se llama los andes, donde el agua corre por todas partes
haciendo germinar las plantas y los sueños. Fue aquí, en esta tierra de
gracia, donde, en 1981, conocimos a Daría y Filomena Rodríguez, dos
mujeres que utilizan el barro para hacer toda clase de maravillas. Eso
fue en Ejido, un pueblo muy cercano a la capital del Estado Mérida. Allí
las Rodríguez realizan las populares alcancías en forma de cochinito y
gallinita, y también los budare, nacimientos, ollas, tazas, platicos,
jarras, y, para los que buscan algo fuera de lo común, ellas modelan, en
el mismo material de arcilla, unas extrañas y deliciosas figuras de
grandes pechos, y sonrientes, y en las posturas más extravagantes y
provocativas. De allí nos fuimos para Tovar, a visitar a José Márquez,
otrora alarife, y converso en un singularísimo tallador de pájaros, de
cristos, de diablos, de perros pornográficos, de santos, y de los dos
exiliados del Paraíso Terrenal. En aquella oportunidad, Márquez vivía en
la calle santa Inés Nº 3-38. Luego de entrar a su casa, nos brindaron
el café de rigor, sabrosa y típica costumbre de los andes venezolanos, y
de inmediato comenzamos una buena conversación con el artista y su
esposa. Ella, una especie de gerente de ventas, una vivaracha mujer que,
con pases propios de un mago excepcional, tomaba, de no se sabe dónde,
una figura tallada en madera y nos la enseñaba con una sonrisa de
satisfacción, y luego, con la misma habilidad, nos mostraba otra cosa, y
otra cosa, y así sucesivamente, y siempre sonriente, y siempre alabando
el arte de su marido. Todos compramos.
José Márquez, Tovar, Estado Mérida,
1981
1981
“Nací
en una aldea llamada El Guaimaral, Distrito Camaguán, hace 49 años”.
Esto nos lo dijo el artista en 1981. “Yo empecé a trabajar en esto del
arte después que me operaron de una hernia. Primero comencé a fabricar
trapiches en miniatura, usted sabe, de esos que sirven para moler caña.
Después me llamaron la atención los pájaros, los cachicamos, los
diablos, las tortugas, las figuras de Adán y Eva, los cristos… También, y
con mucho respeto, trabajo la figura de nuestro Libertador, porque yo
considero que él fue una persona capacitada, y creo que ya no va a
existir alguien como él”.
Y
otra vez al auto de María Teresa López Arocha, quien, para entonces,
era la Gerente del diario El Carabobeño en Caracas. En ese periódico
publicamos muchos artículos acerca de los artistas populares del país, y
ella, María Teresa, se había interesado por conocerlos personalmente,
y, además, quería empezar a coleccionar sus trabajos. Así que un día,
comenzamos a viajar en su auto (el mío lo dejaba en casa) hacia los
andes, donde le fuimos presentando a los artistas que vivían en
diferentes lugares del Estado Mérida.
Mariano Díaz.
Algo
parecido sucedió con Mariano Díaz, quien, en una entrevista que le hizo
la periodista María Laura Lombardi, y que fue publicada en la revista
IMAGEN en enero de 1985, le dice: “Mi padre – recuerda – tenía un
almacén y les regalaba a los presos toneles desarmados, tablas
perfectamente arqueadas muy bellas y ellos hacían alcancías, barcos,
sobre todo barcos, porque la forma prácticamente estaba hecha. Los
decoraban y pintaban con anilina. También hacían calvarios en botellas.
Esta
experiencia – continúa – se relaciona con un trabajo que empiezo a
hacer hace cuatro años cuando me encuentro con Napoleón Pisani, quien
dirigía un taller de pintura del CONAC, en Catia y quien me introduce en
el arte popular mostrándome toda la gente, y de ahí fue todo empezar”.
Bien,
en el auto de María Teresa, donde también iban Aníbal Nazoa y María
Lucía, su mujer, nos fuimos para Bailadores. Al llegar a ese lugar uno
coge como si fuera para La Cascada del Indio, y un poco antes de la
entrada a este sitio, uno cruza a la izquierda, donde una reja, que
siempre está abierta, nos indica que llegamos a la casa de Luis Barón y
de su comadre Amelia de Carrero (hace dos años que nos enteramos de la
muerte de Luis Barón). Campesinos, pintores, tallistas, buenos
anfitriones y conocedores de los maravillosos poderes milagrosos del
díctamo real. Este lugar se llama, nos dice Luis Barón, San Rafael de la
Capellanía. Ya habíamos estado allí, y volvimos a visitar ese lugar en
diferentes ocasiones para llevarles lo que decíamos de ellos y de sus
obras, en los artículos publicados, tanto en El Carabobeño, como en
otros diarios y revistas del país.
Luis Barón, José Márquez y Amelia de Carrero.
1981.
Barón,
quien lleva siete años pintando y un poco menos haciendo juguetes,
nació en Bailadores el 4 de mayo de 1943. “Mi tiempo lo tengo compartido
entre la pintura y las labores propias del campo. Las dos cosas me dan
grandes satisfacciones. Trabajar la tierra me da inspiración para
pintar, y pintar me da aliento para trabajar la tierra. Una cosa va bien
con la otra”. Nos dice el artista mirando a la comadre Amelia, quien en
ese instante aparece con unos vasos bien cargados de sabroso miche. “Yo
pinto desde hace cuatro años – exclama Amelia, que rápidamente agarra
el hilo de la conversación – pero desde chiquita me viene la afición por
el arte. Lo que pasa es que es ahora, después de vieja, cuando me he
decidido a pintar en serio, como lo hace mi compadre Luis, que ya es
famoso. Pues él ha mostrado sus cuadros en muchos sitios, como en la
Universidad de Mérida y en Caracas, y también en Tovar, en un lugar que
ahora lleva el nombre de Juan Alí Méndez, un hombre que vivía por el
Rincón de La Laguna, cerca de La Playa, y que hacía muchas figuritas en
madera”.
En
aquel año de 1981, Edixon y José Inocente, hijos de Amelia Carrero,
eran dos niños que ya pintaban, que retrataban los lugares de ficción de
San Rafael de la Capellanía. Quién sabe si han continuado pintando los
paisajes de aquellos espacios privilegiados por Dios y la naturaleza.
Espacios donde no hay nada imposible, y donde la belleza abunda por
todos lados, y por tal razón, Aníbal llegó a pensar que todo aquello era
sólo un producto de la imaginación. Una ilusión…
Volvemos, ansiosos, a visitar la hermosa geografía andina
José Melesio Angarita, Tovar, Estado Mérida, 1981.
Un
mes después, en noviembre del mismo año, volvemos a la región donde
todo es posible. En aquella oportunidad, y conduciendo mi automóvil,
visitamos a José Melesio Angarita, el juguetero de Tovar. El nos recibió
con alegría, y nos mostró el trozo de madera al que le estaba dando
forma de caballo. Melesio comenzó a realizar juguetes y figuras de
animales hace cinco años. “Yo me ponía a mirar cualquier aparato,
cualquier cosa, y sin ninguna clase de problemas las hacía igualitas.
Luego se las llevaba a Julián Contreras, ese que tiene un negocio a la
salida de Tovar, en la vía hacia Zea, y se las vendía todas”. Pero, a
pesar de ese “éxito” comercial, Melesio y su compañera viven en la más
conmovedora miseria. Una miseria que avergüenza, que da rabia. Allá lo
dejamos, con su caballo a medio terminar, y espantando hambrunas y
tristezas con una botella de piadoso miche.
Natividad
Rojas de Niño, como Félida de Montilla, Teomira de Zambrano y María de
Osorio, son las encargadas de fabricar las vasijas y las figuras con
formas de animales, diablos, iglesias, matrimonios, pastores, y otras
cosas más; mientras los hombres consiguen y preparan la tierra para
tales menesteres. Eso no quiere decir que no existan hombres “olleros”, y
que no existan mujeres que transporten el barro y ellas mismas lo
preparen. En esta región, las reglas, lo convencional en materia de
arte, pueden romperse sin ningún tipo de dificultad.
“Yo
nací en la Mesa del Tanque de Aguas Calientes hace 39 años – dice
Natividad –, y llevo 12 años trabajando con el barro. Lo primero que
hice fue tazas, eso me lo enseñó mi mamá. Después me casé y dejé de
trabajar por un tiempo. Fue por puro inventos míos que comencé a hacer
figuras. Una vez me salió hacer un hombre a caballo y eso le gustó mucho
a un poeta de Mérida, él me dijo que siguiera haciendo esas cosas, y
como a la gente le entusiasmó esas figuras, pues las seguí trabajando.
Ahora hago diablos, matrimonios, hombres con animales, patos, gallinas…
pero lo que más me gusta son los matrimonios y los diablos. ¿El barro?,
ese me lo trae de Chamicero un obrero al cual le pago por ese trabajo”.
Las vecinas de Natividad
Félida
de Montilla, la hija de María de Osorio, vive al lado de Natividad y al
lado de Teomira de Zambrano, su tía, quien le enseñó el oficio. Ella es
una mujer joven y cordial. Cuando entramos a su casa correteaba a una
gallina que desesperadamente trataba de escapar de un presentido trágico
fin. Nuestra aparición significó, para la gallina, unas horas más de
preocupada existencia, y, para Félida, un pequeño descanso, un ejercicio
postergado hasta concluir nuestra inesperada visita. No obstante, ella
se mostró amable y nos habló de sus experiencias como ceramista. “A mí
me gusta este trabajo porque uno lo puede realizar en la casa. La gente
viene aquí a comprar lo que uno hace. Así que por ese lado estamos bien.
Tenemos un oficio, tenemos clientela y tenemos el aprecio de la gente
de por estos lugares y de los que vienen de otras partes. Yo llevo cinco
años trabajando en estas cosas, esas que usted ve ahí. Esos trabajos
están hechos sin torno, sí señor. Yo, por ejemplo, voy haciendo rollos
de barro y los voy montando uno sobre el otro, luego los aliso con una
piedra o con cualquier otra cosa. Cuando termino la pieza la pongo a
secar, junto con otras, por dos o tres días, después viene la quema. Uno
pone todas las piezas en el suelo y se cubren con leña y paja seca, y
hasta basura, y se prende todo eso. En dos o tres horas, o más, según la
cantidad de piezas que se estén quemando, estarían listas. Lástima que
mi mamá esté de viaje, pues ella sabe más que yo de todo eso…”
Teomira
de Zambrano, la más veterana de las ceramistas, vive, como ya lo
dijimos, al lado de Félida y María de Osorio. Ella es una persona muy
activa, a pesar de su edad. También, como Félida, sólo trabaja vasijas, y
en raras ocasiones, alguna que otra figura de animal. A Teomira no le
preguntamos nada, sólo, y en respetuoso silencio, la observamos sacar de
aquel fogón apagado y ya frío, las hermosas cerámicas de color siena
encendido, que, luego, con la mayor delicadeza, iba colocando sobre una
larga mesa que se encontraba en el corredor de la casa.
El ejemplo de Juan Alí Méndez
Hasta
El Rincón de La Laguna, donde vive José Arcangel Rodríguez, nos duró en
el recuerdo la imagen de la bella anciana que, con tanta delicadeza, se
movilizaba entre la frágil y envolvente escenografía de cerámica.
José
Arcangel Rodríguez nació en La Mesa, distrito Rivas Dávila, el 8 de
mayo de 1956. Desde su casa se puede ver el sitio donde vivió Juan Alí
Méndez, quien de “cucharero” pasó a ser hacedor de maravillas. El ya
murió, en los primeros días de enero de este año, pero su antiguo
atisbador, ese que pensaba que él era un loco, que hacía brujerías con
sus muñecos de madera, trabaja ahora con igual empeño, pero con un mayor
realismo de la situación, los mismos personajes de su “maestro” Juan
Alí.
José Arcangel Rodríguez, El Rincón de La Laguna,
Estado Mérida, 1981.
Estado Mérida, 1981.
“Comencé
a trabajar cuando vi que a Juan Alí le dio resultado las cosas que
trabajaba con la madera, y como a él le dieron un premio por lo que
hacía, pues entonces me entusiasmé. Yo trabajo la agricultura, sí señor,
pero cuando llueve, o en las noches, en fin, cuando tengo un lugarcito,
me fajo a trabajar con la madera. El año que viene voy a presentar una
exposición en la galería de la Universidad de Mérida. Tengo que trabajar
duro para salir adelante. Usted le puede decir a la gente importante de
Caracas, que aquí, en El Rincón de La Laguna, hay un buen artista que
está dispuesto a ir para arriba, y que hace buenas tallas, ¿no?. Eso
sería una buena ayuda para mí y para María Cristina, mi esposa, y para
José Luis y Eutiquiano, mis dos hijos. Otra cosa, usted que escribe en
los periódicos, ponga ahí, en ese cuadernito lo siguiente: Señor
Presidente, venga por estos lados para que vea lo que estamos haciendo
los tallistas de Mérida. Nosotros queremos que venga para que se dé
cuenta de que si valemos y pedirle que nos dé un crédito, con eso sería
mucho lo que podríamos hacer. Nosotros le prometemos, si nos da esa
ayuda, que no le vamos a quedar mal, pues somos hombres responsables que
sabemos cumplir con nuestro deber”.
Carmen
Castro es otra “alumna” de Juan Alí. Ella vive a poca distancia de José
Arcangel. Ella tiene 43 años y un rostro que mucho se parece al de las
muñecas que realiza en su casa. Ella habla con precaución, como para
protegerse de cualquier cosa. Ella mira de soslayo, como para medir las
intenciones de quienes llegan a su casa. “Yo siempre visitaba a Juan
Alí, porque tenía mucha curiosidad por todo lo que él hacía. Un día me
entusiasmé y fabriqué un muñequito y se lo vendí a un señor que
trabajaba en El Nacional. Eso me alegró tanto, que rápidamente fabriqué
más muñequitos y se los vendí a Julián Contreras, el que tiene un
negocio de artesanía a la salida de Tovar. Yo nací en la población de
Guareque, pero vivo aquí desde hace mucho tiempo. Por aquí todos son mis
amigos, y todos me respetan. A pesar de que apenas tengo cuatro años
haciendo muñequitos, ya las personas me conocen y vienen, como usted, a
comprarme las cosas que hago. Yo hago de todo: pájaros, militares,
bañistas, vírgenes de Coromoto, perros con hombres, perros solos, vacas…
todo lo que me imagino lo hago. En cuanto al material no tengo
problemas, pues uso toda clase de maderas, las que consiga por ahí.
Después de darle forma a los muñecos los pinto con pintura a base de
aceite, o con una que llaman de caucho, del color que sea, ya le dije,
con eso no tengo problemas”.
Francisca Molina, y algunas de sus tallas. Mesa Julia,
Estado Mérida, 1981.
Estado Mérida, 1981.
Y
así pensamos nosotros igualmente, pues para un verdadero artista
cualquier material siempre será bueno para crear. Y con esa idea, nos
fuimos en busca de Francisca Molina, la “santera” de la Honda de La
Palmita, un caserío que queda muy cerca de El Vigía. Al llegar allí nos
enteramos, con gran desilusión, de su mudanza.
- Se fue para Mesa Julia – nos dijeron –, eso queda hacia Tucanizón.
- ¿Y dónde es eso?
- En la vía hacia Caja Seca.
Y
hacia allá nos fuimos, con el mismo espíritu emprendedor que nuevamente
aparecía en nosotros. Ya en Mesa Julia, con Francisca Molina, hija del
santero José Natividad Molina, de quien aprendió el oficio de tallista
de santos, empezamos a conversar con buen ánimo. Ella nos habla de las
razones de su mudanza, de sus imágenes de santos, de sus problemas
económicos, de su actividad como recolectora de café, y de Brígida, su
hija de 16 años que también pinta y talla figuras en madera.
“Me
vine para acá con la esperanza de mejorar. Allá, en La Honda, no me iba
nada bien, lo malo es que ahora aquí tampoco, por eso trabajo como
obrera recolectando café, a ver si hago unos realitos para comprar
material y ponerme a trabajar mis santos. Ya tengo un año que no hago
nadita, y lo que tengo, esos santos que usted ve ahí, no los vendo.
¿Quién me va a comprar esos santos aquí?. Mire, ya yo tengo seis años
haciendo santos y le aseguro que nunca me había ido tan mal. Tengo
pensado poner allá abajo, en la carretera principal, un anuncio que
diga: Se hacen y se reparan santos, y con mi nombre, Francisca Molina,
para que la gente sepa dónde estoy ahora. ¿Dónde nací?, en El Molino, el
10 de octubre de 1935. A los 12 años mi papá me llevó más allá de
Caracas, no me acuerdo del nombre de ese sitio, allí, con mi papá y otro
señor, aprendí a hacer las figuras. Yo trabajo con un machete y un
cuchillo. El machete lo uso cuando empiezo la talla, y el cuchillo para
las cosas menudas. Principalmente yo copio algunas fotos, ¿usted las
conoce?, son esas fotos en las que aparecen las imágenes de la virgen de
Coromoto, o de los Reyes Magos, pues de allí salen mis imágenes. Muchas
veces las hago por encargo y otras porque me gustan. De todos mis siete
hijos, sólo una salió como yo, ella se llama Brígida y se quedó a vivir
en La Honda”.
Dos
de estos textos, a los cuales les hemos añadido y cambiado algunas
cosas, fueron publicados en el diario El Carabobeño, con fechas 14 de
octubre y 6 de noviembre de 1981.
En
recorrer esta maravillosa geografía de ventisqueros y de amaneceres
amortiguados por constantes neblinas, hemos pasado años, años que nos
permitieron disfrutar los aromas de sus vegetaciones, de sus tonalidades
como ágata, como girasoles, como vitrales, como yelmos de plata, y
disfrutamos, también, de la cordialidad de sus habitantes, y de su
espléndida e inagotable capacidad creadora que se materializa en sus
pinturas, tallas, cerámicas, tejidos, en su música y en la manera de
amar sus costumbres, sus leyendas y la perfección de sus paisajes.
Algún día, si la vida lo permite, volveremos a recorrer sus caminos.
Un Salón de Arte Popular en La Guaira
En
enero de 1981 fuimos contratados por el Instituto Nacional de Puertos,
para organizar unos talleres de Creatividad Infantil para los hijos de
los empleados y obreros de aquella institución en La Guaira. Durante el
tiempo en que trabajamos en esa actividad, conocimos algunos obreros que
pintaban y realizaban tallas en madera de excelente calidad. Eso nos
motivó a investigar si dentro del puerto había más obreros artistas. Y
resultó que sí, había una buena cantidad de trabajadores, activos y
jubilados, que le dedicaban un tiempo al arte.
Entonces
comenzamos a visitar sus casas, a conversar con ellos y a ver sus
realizaciones artísticas, que, en su mayoría, trataban escenas del
puerto, con sus grúas, sus barcos de pasajeros, de carga, de guerra.
Camiones, montacargas, los conteiner, los estibadores, etc., etc.,
aparecían en esos hermosos cuadros de mucho candor. Otros temas, también
eran llevados a las obras de esos buenos artistas populares del
Instituto Nacional de Puertos.
El Puerto de La Guaira.
Luego
de tres meses de llevar a cabo la tarea de visitarles y apreciar sus
trabajos, le propusimos a las autoridades del instituto el realizar un
Salón de Arte con las obras de los obreros artistas, activos y
jubilados, del puerto de La Guaira. Ya con la aprobación de las
autoridades, empezamos a organizar la exposición, la cual se haría en un
gran espacio del edificio sede en el litoral central. Ese espacio fue
acondicionado adecuadamente para esa actividad. Se colocaron paneles,
luces apropiadas, y logramos la colaboración de la Aduana Marítima, el
Metro de Caracas, y el diario El Carabobeño, quienes otorgaron los
Premios y las Menciones Honoríficas a los artistas favorecidos por el
Jurado Calificador, en aquel Salón de Arte Popular, allá en La Guaira.
Después
de esa buena experiencia, que nos dejó una gran satisfacción, y ya
vencido el contrato con el Instituto Nacional de Puertos, nos dedicamos a
recobrar el vínculo con los artistas de la geografía andina, de donde
soy, de donde vine un día a esta ciudad que ahora es una inmensa
muchedumbre, enteramente inhumana y severamente maculada y trágica.
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